El Hombre desconsolado Tibio verano de 2002

Taciturno, volcado a la desgracia, con una mirada perdida en los hedores noctámbulos de un bar, venido a menos a unos pasos de la estación Sáenz Peña. Darío era un sonámbulo, que se debatía entre su casa deslucida con aroma a arrabal y la difícil situación de vivir, viendo como la vida se alejaba de sus pasos y no había ecos cercanos. Su mujer Laura y sus hijas Romina y Valeria lo despreciaban, la sorna se había apoderado de sus pensamientos, trastocando los hechos cotidianos y lo fastuoso se reducía a unas migajas de pan caídas del otro lado del mostrador.

Rondaba por el andén en busca de alguna mirada cómplice y los rieles lo atrapaban en una fascinación estúpida reflejándose en los hierros como encantándolo al límite de la locura. Su trabajo rutinario inhibía sus emociones. Era vendedor en una mercería de mala muerte que no tenía más de cinco clientes en el día. Una tarde lluviosa de verano entró al local una señora muy atractiva, morocha de ojos verdes y una figura perturbadora. Llorisqueaba como una niña.

-Discúlpeme que me entrometa –dijo alcanzándole un pañuelo.

-Dígame, lo escucho.

- Siendo una mujer tan bella, me aflige verla consternada.

-Bueno –contestó ella secándose las lágrimas-, estoy pasando un momento muy crítico..

-Me llamo Darío y me gustaría ayudarla.

- Me parece una buena persona Darío, no quiero incomodarlo con mis males.

-Cuente, soy todo oído.

-Vengo del médico. Me diagnosticaron cáncer de útero…

-Mire señora… todavía no me dijo su nombre… y no hay mal que dure cien años.

-Disculpe, me llamo Sofía y no tengo más ganas de hablar del tema.

-Le propongo algo si no se ofende. Hoy a las nueve de la noche la espero en el bar, frente a la estación.

-No le prometo nada, pero si estoy de ánimo me doy una vuelta.

Ella caminó desplegando sonrisas interrumpidas por algunos sollozos las doce cuadras que la separaban de su casa. La única compañía con la que se encontró fue la de una gata naranja con manchones blancos y ojos eternamente amarillos apodada “Electra”.

Se bañó pensando en el encuentro, diluyendo sales e incienso. Sus mejores ropas vistieron su torso desnudo y la cabellera ensortijada que llega hasta la cintura enmarcaba su rostro con un flequillo prominente.

El dejó por un rato su desgracia y las miradas punzantes bajo el techo donde habitaba. Se cambió su jean por un pantalón de vestir blanco y camisa clara color turquesa suave, se perfumó con loción para después de afeitar y sin dejar dudas caminó con ilusiones renovadas con rumbo al viejo bar.

En una mesita interna sombría, Sofía lo esperaba con una pollera color salmón ajustada que dibujaba sus caderas y una blusa blanca con detalles dorados. Con un escote para perderse en el alba.

-Hola Sofía. ¿Qué tomás?

-Cerveza, ¡qué guapo viniste!

-Gracias y vos estás hermosísima. ¡Mozo!, dos cervezas y una picada.

Se acomodaron y comenzaron a hablar acaloradamente, una comunicación muy fluida sobrevolaba el ambiente. Las miradas se entrecruzaban y la sonrisa se colaba como un reacción refleja. Los pocos habitués se quedaban perplejos: nunca habían visto tan feliz a Darío, sino allá por los sesenta cuando su cuadro favorito consiguió ascender a primera. Entretanto Sofía estaba muy entusiasmada con la situación.

Él no pudo en la primera cita contarle de su familia, se había gestado una relación muy sana y no quería empañarla.

Pasaron los meses y todos los jueves se encontraban en el bar, que se convirtió en su pequeño reducto, algunas veces era el punto de partida para una salida mayor a la Capital donde disfrutaban de alguna obra de teatro o cine. Sofía se sentía halagada en demasía y en ningún momento se hablaba de su enfermedad y Darío tampoco le contaba de su familia. Era un idilio ilusorio con momentos gloriosos, trastocado algunas veces por el penoso recuerdo de sus tristes realidades.

En un hotel muy lujoso ubicado unas estaciones antes de Federico Lacroze se daban testimonios de su amor, Atesoraban esos pequeños instantes como un ladrón de carteras. Pasaban los meses. Sofía comenzaba a deteriorarse, su porte que ya no era el mismo, su cara desencajada por lo vómitos y dolores desgarrantes, la llevaban a faltar a varias sitas. Mientras tanto Darío se hundía en su desgracia.

Una tarde fría y plomiza de invierno llegó la noticia que nunca habría querido oír: unos compañeros del bar fueron a buscarlo a su casa. Habían encontrado una carta en la mesita que compartía con Sofía. No terminó de leerla y salió corriendo por el pasillo. De lejos el gentío agolpado no lo dejaba pasar. Una mujer morocha yacía retorcida entre los durmientes. Los bomberos pudieron rotarla y la cara de Sofía iluminó el andén. Darío se tapó el rostro para no ver a su amor trunco, se cruzó de andén y saltó justo cuando venía la formación del lado contrario. Su cuerpo ya sin vida se retorció, y cayó de bruces al lado de ella.

Los bomberos levantaron dos cuerpos unidos, entrelazados, un hecho que nunca les había sucedido.

Autor: Segovia Monti

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viernes, 18 de noviembre de 2011

Un amor oculto

<Verano, del 1956, entre la calidez y el candor >

Ronaldo, vive en dos mundos paralelos, entre sus fábulas y la realidad que lo carcome. En su mente pasan películas en blanco y negro, donde reinan sus proyectos fantásticos, la decidía de no poder hacer de a una nuez, un gigante de dos cabezas. Su vida mundana se torna una cruel mentira, sus amigos ya no confían en él.
Su mujer lo banca. Desaparece cuando su oficio de camionero le pone un viaje en la víspera. Sabe de rutas interminables donde la 40 es un principio y un fin. Llegando a la ciudad de Bahía blanca, se baja de su camión, se apoya sobre la carga del acoplado, le ajusta las sogas, y se predispone a orinar, mirando las formas caprichosas que las nubes, determinan en el campo franco, donde la soledad se asoma como una mujer extraña.
Revisa el inflado de las cubiertas, dándoles unos golpecitos característico con el amansa loco, el madero que siempre lleva en la caja de su cabina, al costado del colchoncito donde descansa  de sus largas jornadas, discurriendo con los fantasmas de los badenes.
Las tardes se le hacen noche en la ruta y los dos faros delanteros alumbran el camino y su alma, ya mas vapuleada que las sucesivas cargas.
Ya en Bahía, donde los paradores son como pequeñas ciudades de luz y pecado, lo recibe una mujer con una mirada entre cómplice y reparadora.
-¿Me puede servir una ginebra y darme el gusto de saber su nombre?
-Acá tiene su pedido, y mi nombre es Marta.
-Me puede tildar de impertinente: a qué hora sale de trabajar…
-A las dieciséis horas.
Mira su reloj y  piensa, sólo faltan dos horas, la espero. Al terminar, Marta se cambia de ropa y sale vestida con un trajecito color salmón entallado, que hace juego con el peinado carré.
Ronaldo le sale a cortar el paso y la invita a conocer su camión. A los pocos segundos se están revolcando en el colchoncito. Los instintos más bajos se apoderan de él, transformándolo en una bestia. Ella se baja acomodándose  el trajecito y arreglándose el cabello. Él se tiende en la cabina y se queda dormido.
Al despertarse calcula cuánto le falta para llegar a Zapala y vuelve al camino, El viento y la soledad  transforma ésa pequeña aventura en algo eterno. Las miles de leguas que lleva apoltronado en la butaca desflecada de su camión se le clavan en algún resorte en cada ondulación del camino  Todavía puede sentir su torso desnudo, el rose de la piel de la mujer en todo el cuerpo, el aroma de su perfume, el sabor de su boca, y una respiración como entrecortada.
La ruta sigue implacable, como si el tiempo no avanzara y se detuviera. Para hacer más interminable el paso de las horas, hasta puede contar cuántos segundos marca su segundero. La monotonía lo abruma, el ruido del motor Perkigns, con el botar  de los aros y los zamarreos cíclicos, suena como música para sus oídos. El vidrio frontal es una acumulación de insectos descuartizados por la acción del viento y la velocidad. Se puede diferenciar una mariposa de un saltamontes. Una lluvia torrencial le paraliza la mirada en el limpiaparabrisas y su movimiento semicircular. Recorre con sus ojos las gotas que van resbalando por el vidrio y que junto con la humedad le sacan visibilidad. El asfalto se transforma en una sucesión de charcos con banquinas cenagosas. La velocidad constante y pareja lo deja  inmerso en una somnolencia difícil de franquear. Hace seis horas que maneja. Decide parar en la banquina para quince minutos de siesta.  Repitiendo la ecuación llega a Zapala a dejar la  carga. En todo el recorrido hasta allí observó dos camiones volcados a la vera del camino, como si la muerte blanca se hubiera apoderado de ellos.
La vuelta a Buenos Aire lo tiene preocupado, no se puede sacar de la cabeza esos dos camiones volcados.). Seguro se quedaron dormidos -se dice como hablándose al oído-, con tanta soledad y monotonía y esos ruidos cíclicos que te acompañan en viaje y son como una canción de cuna y cuando te querés acordar estás con las ruedas pata para arriba y a vos te están velando. Lo único que lo puede sacar de esos malos pensamientos es ésa tarde de lujuria con Marta.
La ruta lo sigue devorando, se impregna en sus sueños noctámbulos y meditabundos, donde vuelven los fantasmas y sus discursos en tercera persona entre el estupor y los vahos del camino, sin querer volver a su rutina pueblerina, de paseos domingueros sin sentido,  o etéreas compras en el  viejo almacén.
Ya instalado en su casa, con la sola compañía de su mujer dándole la espalda en la cama, se despierta pensando en Marta, transpirado, con agitación en el pecho y manos temblorosas. Su pareja se despierta y le pregunta:
-¿Qué pasa?-
-Nada, sólo un mal sueño. Volvé a dormir.

Autor: Segovia Monti.

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